jueves, 17 de enero de 2013

Sinsentido (anti)moderno


Esta entrada es una traducción y remodelación apresurada de material anterior. Se trataba de la introducción a un trabajo acerca de Luces de Bohemia (1920), entendida como obra de crítica social a enmarcar dentro de la literatura 'modernista'* internacional de su tiempo. 

Otra cosa es que, como siempre, la cosa se me haya ido de las manos. Pero para eso están los blogs, para almacenar idas de olla de ésas que sueltas cuando arreglas el mundo kleiner Brauner en mano. 


¡París cambia! Pero nada en mi melancolía
Se ha movido! Palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas.
También ante este Louvre una imagen me oprime;
Y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos,
Como los exiliados, ridículo y sublime,
Y roído por un deseo sin tregua...

Charles Baudelaire, El Cisne (c. 1857)


En El pintor de la vida moderna (1863), Charles Baudelaire postuló la necesidad de un nuevo tipo de heroísmo para hacer frente a la épica de la modernidad. Una épica abyecta, por cierto, pero lo cortés no quitaba lo valiente. Tan sólo quienes se aventuraran en las entrañas de París podrían aspirar a desvelar sus más profundos arcanos: el sentido de la existencia sólo podía revelarse a través del exceso. 

Esto, en la práctica, implicaba no hacer ascos ni al burdel ni al fumadero de opio más infectos. Así, en la obra del francés una legión de dandies y flâneurs se echó a las calles, aparentemente sin mucho más que hacer que gastar aceras, pero entregada en verdad a un fin importante. Observadores esterilizados de pro, víctimas sufrientes por añadido, su microcosmos era, en el fondo, definitorio de un universo. En última instancia cada parisino era una marioneta en un drama coral, y París el teatro del mundo en una era esplendorosa e incierta. 

(Esto me hace pensar en las nuevas víctimas-testigo de la modernidad urbana. Nada sería lo mismo sin los modernos (¿ven?) con cámara réflex que abrazan y documentan la heroica experiencia de su vida Starbucks. ¿El cupcake: nuevo paraíso artificial? Ahí lo dejo.)
  
Mucho se ha escrito  acerca de cómo los escritores de la modernidad intentaron lidiar con los complejos sentimientos que la nueva y caótica vida urbana suscitaba. Las jóvenes metrópolis susurraban mil posibilidades al oído de los entusiastas, con lo cambiante como atracción en vez de desasosiego. Otros escucharon en el susurro muy distintas llamadas, una multiplicidad urgente. Una voz poderosa pero amenazante al mismo tiempo, una realidad física, una angustia, una invitación grave.

August Strindberg, La ciudad (1903)
En este sentido el escepticismo (cuando no el pesimismo abierto) no fue una opción de minorías, aunque a menudo formaba parte de una compleja red de contrarios. El progreso industrial y científico había expandido el potencial humano más allá de lo imaginable, pero también parecía haber empobrecido la vida, y no parecía ser la panacea final que se esperaba sustituyera a los torpes paliativos de siempre. La existencia sin meta y el individuo deshumanizado vagaban sin rumbo por los boulevards, y sin Instagram para inmortalizar felinos y modélicos bigotes propios el hastío era grande. Las puertas de las iglesias se hallaban roídas por la carcoma; las Arcadias, expropiadas. Y, aun así, en alguna extraña medida, estaba ese cierto encanto de la pérdida. 

El siglo diecinueve creó muchos de estos monstruos, aunque la Francia ilustrada y revolucionaria hubiera disparado el gatillo ya. El fin de siècle todavía cargó más las tintas de la ansiedad frente a las alarmas de declive de la civilización moderna. Lautréamont, Sacher-Masoch o Bely, entre otros muchos de muchos lares, se acogieron a sagrado en la perversión y el esteticismo. Aunque, por otra parte, la elección simultánea no era para nada inusual en un siglo caracterizado por el pensamiento dualista. 

Y entonces (¡giro de guión!) el cuento siguió y dio un viraje hacia lo trágico. Llegó la Gran Guerra, que asoló Europa e hizo llorar a los más bravos, con su ruptura de las reglas del guerrear caballeresco y sus mortíferas exigencias de vidas jóvenes y civiles, antes de que segundas partes le siguieran y se enseñoreara de todo el cuento de terror del tirano. El intelectual tomó entonces conciencia más que nunca de lo absurdo de la vida, y su voz ya no sólo expresó un tibio malestar, sino que rugió indignación y lloró de impotencia.


What passing-bells for these who die as cattle?
      Only the monstrous anger of the guns.
      Only the stuttering rifles' rapid rattle
Can patter out their hasty orisons.
No mockeries now for them; no prayers nor bells,
      Nor any voice of mourning save the choirs,—
The shrill, demented choirs of wailing shells;
      And bugles calling for them from sad shires.

La sangre era ofrendada y no había suficientes campanas para doblar por todos por los lampiños cuerpos. Pero sí había algunas, de hecho, y entonaban un canto más que apocalíptico.

 Girando y girando en el circulo creciente
el halcón no puede oír al halconero;
todo se deshace; el centro no puede sostenerse,
suelta va por el mundo la pura anarquía.
Suelta va la marea turbia de sangre, y por doquier
se ahoga la ceremonia de la inocencia;
los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores
están llenos de intensidad apasionada.[5]
  
El siglo XIX había explorado ya la dificultad de lidiar con las contradicciones de la vida moderna. De la vida, en definitiva, que parecía presa de otra vuelta de tuerca en ambigüedades y expectativas frustradas: un camino al infierno empedrado con grandes intenciones. 

La vida moderna. Algo mucho más serio que, no sé, una canción de La Casa Azul, o algo. ¿Era posible salir vivo de ella, permanecer vivo en ella? Lo arbitrario y lo inflexible, lo embaucador y lo indecente y, por supuesto, lo viejo y lo nuevo saturaban las mentes más preclaras y les daban material para mil revelaciones. Y las trincheras de Céline, el Moscú de burocracia demoníaca de Bulgákov, el Dublín-mosaico joyceano o el Madrid absurdo, brillante y hambriento de Valle-Inclán fueron tan sólo algunas de las ofertas posteriores, todas ellas ligadas (pero no limitadas) a lo geográfico; al lugar donde la tragicomedia tomaba forma. 

En todas, el mismo menú: no podemos escapar del lado oscuro de la modernidad. No podemos no dejar de bañarnos en su sangre ni negar su herencia turbia, como tampoco desvincular de ella parte de lo que más nos enorgullece. El ser humano está hecho de luces y sombras, y en la ciudad moderna, el hábitat del individuo contemporáneo, nos acecha el recuerdo de mil sacrificios fáusticos en pos del progreso.

Al final siempre nos quedará la farsa. Una risa amarga nos ayudará a pasar la cena.

¿Hace un café en el Starbucks?

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